Una joven secuestrada de la Tierra y en un planeta extraño es perseguida por distintos seres con diferentes intenciones cada uno. ¿En quién podrá confiar? ¿Quién podrá ser su aliado? ¿Quién podría ser su amigo? Sola en un mundo desconocido sólo podrá correr y escapar.
¿Cómo es recobrar la conciencia en un planeta extraño; que de a poco tu mente se vaya amoldando a nuevas y extravagantes situaciones que te tocan vivir, sin por ello caer en la locura? Eso es lo que le sucedió a Vitala, una muchacha secuestrada de la Tierra y llevada a un planeta lejano en donde varios cyborgs distintos se la disputarán una y otra vez con diferentes intenciones cada uno. Atrapada y sola en ese planeta, Vitala tendrá que correr y escapar, si quiere seguir viva, intacta o libre.
Una aventura de ciencia ficción con seres mezcla de carne y máquina; una colección de personajes a los cuales no será difícil apreciar; un viaje colorido en donde el lector asistirá a las aventuras y peripecias de una jovencita inexperta (y atolondrada en ocasiones) que va de un lugar a otro las más de las veces en contra de su voluntad.

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"Y espero (principalmente) que te encariñes aunque sea con un personaje y que lo adoptes en tu alma en lo que dure tu lectura."

viernes, 3 de diciembre de 2010

"El ascensor de tiempo", de Pablo Antonio Calcedo


Hola, allá por el año 2005, la revista "Ñ" decidió sacar unos fascículos coleccionables con el título "Mi cuento preferido". Allí se publicaba, semanalmente, un cuento famoso elegido por un autor actual, al cual dicho cuento le haya gustado o llegado al alma por alguna cuestión particular. El fascículo empezaba con una columna en donde el autor contemporáneo explicaba por qué había elegido el cuento que nos ofrecía a continuación. A su lado, otra columna era una breve biografía del autor del cuento elegido. Y después, en las páginas siguientes, venía el cuento. Y así se iban sucediendo los fascículos semanales con los autores actuales y sus cuentos elegidos de autores anteriores. Parece que los textos y relatos que integraban la serie formaban parte de una antología llamada "Mi cuento favorito", publicada por la Editorial Alfaguara en el 2000 (rezaba una explicación generalmente al pie de la página final de cada fascículo).
Como propuesta me resultaba muy interesante e imaginaba qué cuento habría yo elegido de habérmelo propuesto la editorial o la revista "Ñ" a mí. Y entonces me encontraba con que un día elegía uno ("El hombre bicentenario" de Asimov) y, tiempo después veía como más conveniente otro ("Teatro de títeres" de Fredric Brown), y así sucesivamente. Para mí la propuesta significaba elegir aquel cuento que no sólo nos gustara, sino que también hubiera contribuido a construirnos a nosotros como lectores o a revelarnos qué tipo de lectores éramos o seríamos. Es por ello que pensé siempre que la elección correcta sería de un cuento pretérito, aquel que hubiésemos leído en épocas tempranas. Y así, finalmente, pensé en "El ascensor de tiempo", un cuento que leí de niño en un libro que llegó a mis manos por esas épocas como regalo de una maestra que lo compró para mí en la feria del libro de mi escuela primaria y me lo regaló sabiendo que me gustaba mucho leer.
"El ascensor de tiempo" integra un libro de cuentos de Pablo Calcedo llamado "Los patios del cielo" y fue, entre tantos cuentos que me impactaron (un niño leyendo cuentos para pre-adolescentes), el que más me llegó. Es de esos cuentos que al igual que algunas novelas, inconscientemente, nos hacen decir "Yo quiero comulgar con esto, con este tipo de historias; esto es lo que yo soy".
Bueno, sin nada más que agregar, comparto con Uds. "El ascensor de tiempo" de Pablo Calcedo.





El ascensor de tiempo

por Pablo Antonio Calcedo


           
Era un edificio de cuarenta y ocho pisos y estaban por construir dos más.
Era una ascensorista, la señora Ada, que vivía desde hacía veinte años entre el primero y el cuadragésimo octavo. Una mujer inquieta, introvertida, que mientras realizaba su continuo manipuleo con los botones había acostumbrado a su mente, por el hábito, a volar muy lejos de aquella caja gris.
Y así, jugando con la mente, había llegado a planear el robo.
¿Qué cosa no sabría ella en veinte años de ascensorista? Los días 30 subían al piso 26 los sueldos para tres oficinas allí instaladas. Su sueño tomó forma cuando vio que Suárez, el del 13, que había desaparecido durante un año, volvía a su antiguo puesto de gestor tras una breve condena por robo.
Y de la conversación con el simpático Suárez –mucho más joven que ella– fue surgiendo, casi insensiblemente, el plan. –Su trabajo consiste en detener el ascensor y apagar la luz simulando un desperfecto– había dicho él por fin. –Del resto me encargo yo.
¿Quién sospecharía de ella? Y en verdad, necesitaba dinero. Dos hijas de un tardío matrimonio, el esposo muerto en un accidente. Esa vez y nunca más. Depositaría los veinte millones en un banco, a nombre de sus hijas, y no usaría nada para ella. Seguiría allí, subiendo y bajando su destino.
Y bien: ese día, como todos, el movimiento de público del ascensor se iba desenvolviendo ante sus ojos. Era lunes 28. Dos días después, miércoles, darían el golpe. Ningún riesgo para Ada. Tenía derecho. Sí, estaba mal pero tenía derecho, qué se creían. No era sueldo el que pagaban. ¿De qué pensaban vivía ella? Siempre había sido decente, en vida de Carlos y después. Ahora sólo tendría que parar el ascensor. El miércoles a las diez de la mañana. Era una cosa más que sencilla. Vendría hablando con los dos empleados y el policía que todos los fines de mes subían el dinero. Ella detendría el ascensor y lo dejaría a oscuras entre dos pisos. Después de un instante ella misma o algún otro propondrían destrabar las puertas para deslizarse fuera. Todos, ante el riesgo de morir de asfixia, dirían que sí. Ada destrabaría la puerta frente al cuarto entrepiso, donde a esa hora no hay nadie. Allí estaría Suárez… veinte millones por detener un ascensor.
Ese lunes, soñando, Ada apretaba botones, saludaba, sonreía… En el pentagrama de su mente la melodía central, bien audible, sonaba:
–¿Cuarto piso? Bien. Sí, es verdad, muy lindo día, aunque aquí nunca sabe uno si llueve o si hay sol… Sí, claro… ¡Cuarto!
O sea, las lacónicas frases de los ascensoristas. Y al mismo tiempo, al fondo, grandes acordes acompañaban:
“Este miércoles. No pienso gastar nada, todo al banco. Tal vez separe algo para ropa, eso no llamará la atención. Hay que comprar sábanas para Bety y zapatos para Alicia”.
Seguía la canción:
–¿Doctores Stinsy? Sí, octavo saliendo a la derecha. No hay de qué.
“¿Veranear con mis hijas? No, eso levantaría sospechas inmediatamente. Tiempo, hay que dejar correr el tiempo…”.
            Pero estaba la otra melodía, la melodía de los cuarenta y ocho pisos que desde años atrás había pasado a ser parte de su propio mundo subconsciente.
            Esta segunda naturaleza había nacido así:
            En uno de los viajes, un pasajero quiso saber, cierta vez, el número de pisos del edificio.
            –48 –dijo ella.
            –Mi edad –había comentado el hombre.  
            Ada pensó entonces: “Yo tengo cuarenta y cinco años. Cuarenta y cinco años y llevo casi veinte dando vueltas entre estos 48 pisos… Si hubiese subido un piso por año, ahora estaría a sólo tres del último”… Y de esa ingenua asociación había nacido un maravilloso ejercicio de memoria.
            En las horas de la tarde, cuando no había mucho público, después del cierre de las oficinas que ocupaban la casi totalidad del edificio, Ada comenzó a asociar su vida con los pisos. Aquello, que empezó como un juego, le dio con los años una extraña capacidad. Tanta que cuando –tres años después–, la edad de Ada alcanzó el número de los pisos, el juego aún continuaba.
            Había empezado así: Ada llevaba, por ejemplo, el ascensor al piso 35, lo detenía y musitaba:
            –Aquí me casé. –Luego lo hacía descender hasta el 12. –Estoy en el sexto grado de la escuela…
            Poco a poco su imaginación febril y prisionera alcanzó a recordar nuevos detalles. Su casamiento: el traje, los padrinos, la iglesia, la expresión del novio; y luego, más adelante, la alfombra, la voz del cura, el rostro de la gente en la puerta de la iglesia… Y en el piso 12 sus compañeras de colegio escribían en grandes pizarrones, y ella afilaba la punta de un lápiz ya perdido y releía algunas láminas de sus cuadernos…
            Hasta que, sin proponérselo, de juego pasó a técnica. Tomó primero algunos años claves: piso 35, piso 12, y hacia abajo todos los años escolares: maestra, discursos, el Himno cantado tantas veces. Y en el piso 40 la muerte de Carlos, cuando ella saliera a la calle con su cuñada, gritando las dos, retorciendo Ada el delantal, en un día de calor lacerante. Pero con sólo descender tres pisos y llegar al 37 nacía Bety en el hospital, ese parto tan sencillo en comparación con el de Alicia, tres pisos más abajo.
            Después, paulatinamente, yendo con gente en el ascensor o sola, nuevos recuerdos iban completando el rompecabezas… Rompecabezas, piso 4: un rompecabezas que a esa edad le regaló su tío Enrique… Entre el 6 y 7 debía andar también aquel calidoscopio con que culminó un pálido y dulce desvelo de Reyes…
            Luego bastaba una palabra de un pasajero del ascensor:
            –Piso 15, por favor.
            Ah, las vueltas a la plaza del pueblo buscando novio…
–Piso 20.
El novio la ha dejado por su amiga.
–Piso 2.
Algo, un vago recuerdo, sí: La casa con verjas altas y la enredadera cubriendo toda la pared… Tarde nublada…
–Siete.
Convalecencia. Llueve. Un martillo abandonado se moja en el patio.
Completaba su vida en silencio y podía buscar con la sola presión de su dedo el recuerdo.
El ascensor traía a veces perfumes antiguos, esos que no termina el recuerdo de nombrar pero que repentinamente abrían otro punto de luz en la memoria. Y así la caja gris, en su viaje angustioso por el hueco siniestro, era, sin sospecharlo, aguja de reloj marcando tiempo de la vida vivida por Ada, ascensorista.
Había, como es de suponer, pisos alegres, pisos tristes. El piso 18 lo pasaba lo más rápido posible: menos mal que los señores Golsh no recibían mucha gente. Pues en el piso 18 había un joven poeta que escribió: “Quién te habrá de nombrar, Ada querida, en las tardes desiertas, cuando mi ausencia sea tu recuerdo”… Nadie, nadie. Nadie habrá de nombrarme junto con aquella mirada transparente… Era mejor andar por los pisos bajos. En el once y doce la imagen de su padre, algo cargado de hombros, era alegre. Estaba allí entre otras la escena aquella de la zapatería, cuando por fin consiguió convencerlo de llevar los zapatos con moño, que se usaban entonces. Y había pisos del despertar sexual, y otros de la crianza de sus hijas; y otoños, y una casa con vestíbulo alto, y el primer día de trabajo, y un gusto a helado de los que ahora no hay, y una tetera roja, y un perfume a panadería, y la tristeza de un fin de curso, y el golpe contra una mesa de mármol; todo eso que está pero no está, como en todas las vidas; lo que fue hecho y lo que permanece en recuerdo, en cicatriz o en vida hecha.
Terminó el trabajo de ese largo lunes. Procedió a recorrer todos los pisos –como era su obligación– y a desfilar así, ya sin buscarlo, por la vertical galería de sus recuerdos.
Y allí se le ocurrió… ¿Cómo no lo pensó antes?: Decían que iban a completar hasta el piso 50. Diariamente subían y bajaban obreros de la construcción. Ella nunca había ido más allá del piso 48, no conocía la azotea del edificio. Y aún era de día. Debía ir. Debía ver cómo era más arriba.
Dejó abierto el ascensor y descendió en el piso 48. “Mi edad, el presente” –dijo la asociación mecánica. Pero pronto la olvidó. Había allí una corta escalera que daba a la azotea. Decían que la vista desde esa altura era imponente. Vería.
En la escalera había escombros y algunos hierros. El aire del atardecer sopló su vida, y Ada vio el cielo ya algo oscuro en su azul con estrellas.
Allí está ahora y siente frío. No hay edificios más altos y la impresión es de vértigo pero, al mismo tiempo, de una enorme expansión, pues la noche es clara y el cielo pesa de luz.
Allí está y avanza lentamente. Ella es Ada, lo siente, lo sabe.
Y ahora, contra la pared de la azotea, ve apoyada una gran reja oscura. La hora hace que los contornos se desdibujen y que la vista los confunda, pero Ada descubre algo detrás de la reja. Es algo vivo. Al tiempo que su mente esboza instantáneamente la posibilidad de un hombre agazapado, o de un gran animal, otra parte de su ser va tomando conciencia. Conciencia que detiene sus pasos, la inclinación de su cuerpo hacia el objeto. Que detiene el tiempo, el pensamiento, todo. Porque es ella misma quien está ahí, detrás, debajo de la reja oscura. Ella estará ahí en el piso 49. Y luego más claro, su memoria, tan ejercitada, completa la idea como una fiel computadora: “Tras de la reja de la cárcel”.
A esa altura, el viento de la noche se corta en las antenas y en los ángulos, tuerce el vestido de Ada, mueve su cabello. Todo lo demás está quieto, profundo, silencioso. Ada no quiere saber nada, ya nada le interesa investigar. No se acerca más a la reja ni a la imagen. Por el contrario, vuelve al ascensor que dejó abierto. Sabe lo que ha ocurrido, lo intuye. Es la fuerza de su propio pasado que la lanzó hacia el futuro, hacia el próximo año. Privilegio que Ada ha de saber aprovechar: “No habrá robo esta vez, ni nunca.” Suárez no habrá de comprender, pero eso nada importa. Ada ha visto, ella sabe.
Y regresa a su sitio, a su noble jaulita de trabajo, y aprieta “Planta Baja” para sentir retrospectivamente cuál ha sido el camino recorrido.
Desciende por el tiempo, la cara contra la pared fría de la caja, acurrucado el cuerpo tembloroso en el banquito alto. Cuarenta, treinta y cinco, veintidós, diecisiete… van diciendo los pisos. Y ella se reconstruye, se rehace. Los pisos que son años se levantan en torno y la devuelven a su vida, a lo que es, a sus hijas, al sentido de todo y más abajo aún, a la inocencia…


   

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